domingo, 18 de abril de 2021

GRITOS (2021)

    Yo, como usted, también quise ser ingeniero, señor Wittgenstein. Quizá eso explique por qué en ocasiones me siento identificado con usted. Además, siempre me resultó atractiva su afirmación final en el Tractatus: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”. Lo que me sorprende de dicha afirmación es que usted desarrollara tal pensamiento, especialmente teniendo en cuenta todo lo que experimentó en su vida. Me resulta una afirmación muy poco humana, una afirmación de ingeniero.

Verá señor Wittgenstein, yo pienso que hay cosas que no se pueden callar. Y creo que hay ejemplos muy claros sobre esto en la historia del saber humano. No es una sorpresa para nadie el hecho de que hay temas que no podemos expresar de forma exacta y precisa. Por tanto, tiene que haber alguna razón para que todos los pensadores, independientemente de sus circunstancias, se empeñen en tratar estos temas a pesar de su dificultad de expresión. Parece que hay cosas sobre las que no podemos dejar de hablar, es decir, que hay preguntas a las que todavía no henos sabido responder.

Yo tengo un ejemplo personal para mostrarle esto, pero le advierto que es posible que no le guste, pues no es un ejemplo de un ingeniero, sino que es el momento exacto en que mi vocación giró 180 grados orientándose a la filosofía.

    Durante el verano del año 2018 yo me encontraba en una especie de trance existencial. Acababa de llegar de viaje desde California, donde uno de mis proyectos de ingeniería había sido premiado. Yo estaba absolutamente agotado, llevaba cinco días seguidos explicando y defendiendo el invento de mi equipo a gente de todo el mundo. Cuando llegué pasé una semana en el campo, donde la sensación de lentitud en el pasar del tiempo, el cansancio, y el cambio horario consiguieron que no hiciera nada excepto dormir y escuchar música.

Y visto desde fuera, esto podría parecerle a usted una situación bastante agradable. Es decir, había cumplido mis objetivos en mi proyecto, había recibido buenos comentarios de muchas y muy valiosas personas, y ahora estaba en el campo descansando. Pero mi mente no estaba tranquila. Yo sabía que era un muy buen ingeniero y diseñador mecánico, yo lo sabía; pero todo el esfuerzo que había puesto en estos proyectos había tirado mis resultados en los estudios por los suelos. No exagero cuando le digo que mis notas no podían ser más bajas. De hecho, en cuanto pude, tuve que ponerme a estudiar química todos los días porque la había suspendido ya cuatro veces ese año. Mi sueño era diseñar y construir, y tenía pruebas para demostrar que se me daba bien, pero nunca conseguí estudiar para el colegio. Esta situación me estaba volviendo loco, o al menos eso es lo que me dice mi psiquiatra.

Pero no se preocupe señor Wittgenstein, porque esto cambió. La mañana del día 27 de julio de ese mismo año, a las 12:23, yo estaba intentando hacer ejercicios de química, frustrado porque no entendía nada. Entonces oigo un portazo. Mi hermana entra corriendo en mi habitación y grita con todas sus fuerzas (disculpe por el lenguaje vulgar, pero resulta muy expresivo): “¿¡Tú eres gilipollas!? ¿¡Por qué no contestas al teléfono!? ¡¡Al tío Fermín le ha dado un ataque al corazón!!”.

El portazo me asustó, pero los gritos me petrificaron. Sentí como todos los engranajes, motores, reacciones químicas y sueños de ingeniería que hasta ese momento habían abarrotado mi pensamiento se detuvieron en seco, estallaron en mil pedazos, e incendiaron mi alma que cayó en llamas como la flecha de Notre-Dame. No pude hablar, tuve que callar.

Yo ese día no pude hablar, y todavía no tengo una respuesta para esos gritos de mi hermana. Pero esos gritos siguen ahí. No pasa un día en el que no resuenen dentro de mi cabeza, y yo no he podido darles otra respuesta que el silencio.

Pero no me he rendido señor Wittgenstein. Es más, he descubierto que la única forma de encontrar la respuesta, que la única forma de poder hablar es, eso mismo: hablar. Y a eso me dedico ahora, hablo y pregunto todo lo que puedo. Y nada me va a impedir hacerlo. Hablo y pregunto sobre todo de esas cosas de las cuales muchos dicen que no se puede hablar ni preguntar, esas son cosas de las que no puedo callar.

Igual que yo no puedo callar los gritos que se repiten desde ese día, la filosofía no puede callar estas preguntas que a usted tan poco le gustan. Solo podríamos silenciarlas dándoles una respuesta. Y para encontrar una respuesta, tenemos que hablar. Quizá sea verdad que nunca podremos callar esas preguntas, pero la cuestión es que ahí están, y seguirán estando hasta que podamos responderlas. No las podemos callar. Y de lo que no se puede callar, hay que hablar.


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